Me duele pensar que en otras comunidades autónomas esta enfermedad se detecta con una simple gota de sangre en los primeros días de vida, mientras nosotros tuvimos que vivir un diagnóstico tardío que casi nos cuesta la vida
Ana Ramos, madre de Luis.
Patología
Luis nació el 7 de marzo tras un parto largo y complicado que terminó en cesárea de urgencia. Gracias a la cesárea, me quedé ingresada algunos días más de lo habitual, tiempo durante el cual los pediatras observaron que el peso de Luis bajaba más de lo normal, aunque se agarraba bien al pecho y parecía lactar.
A pesar de que nos dieron el alta al cuarto día de vida, decidieron derivarme a una asesora de lactancia para hacerle seguimiento. Por fin nos íbamos a casa tranquilos, o eso creíamos.
Un bebé que solo dormía
Luis parecía un bebé muy bueno. Dicen que los recién nacidos sólo comen, duermen y lloran. Luis solo dormía. No lloraba. “Qué bueno es”, decía todo el mundo. No quería ni despertarse para comer, ni siquiera cuando yo intentaba darle el pecho cada tres horas.
Las enfermeras me decían que “le tirara agua” o “le zarandeara”. Me decían que era normal en las cesáreas, ya que el bebé no se entera de que ya ha nacido. Pero yo tenía la sospecha de que algo no iba bien. Intenté convencerme de que eran cosas de madre primeriza, pero el agobio iba en aumento.
Al décimo día, en la consulta de lactancia, no pude contener las lágrimas al saber que Luis seguía sin ganar peso. Esa vez, la asesora llamó a una pediatra para que le revisara, y esta pidió una analítica.
Los resultados fueron alarmantes. Nos dijeron que se lo tenían que llevar directamente a la UCI. Por raro que parezca, para mí esas palabras fueron un mar de tranquilidad: por fin miraban a mi bebé.
El shock de la incertidumbre
Al rato, una doctora nos buscaba para hablar con nosotros en privado. Nos llevó a una sala y nos dijo que la situación era crítica: los niveles de Luis eran “incompatibles con la vida”. Nos explicó que primero intentarían estabilizarlo y luego investigarían qué ocurría, repitiendo una y otra vez lo grave que estaba, como si en nuestras caras leyera que no éramos conscientes de lo que nos estaba diciendo.
No recuerdo nada de las seis horas que pasamos en la sala. No sé si hablé o lloré, si estuve de pie o sentada. Estaba en un profundo estado de shock.
Lo único que recuerdo es pensar que debía estar tranquila, que era imposible que le pasara nada a mi bebé, ya que yo aún no lo conocía. Como si ese pensamiento pudiera protegerlo del nivel de potasio tóxico que inundaba su cuerpo.
Finalmente, volvió la doctora. No quería oírla. Tenía pánico a lo que me pudiera a decir. Pero no dijo que Luis estaba muerto. Dijo que lo habían sacado del peligro extremo. La situación seguía siendo crítica, pero había esperanza. Sospechaban de una enfermedad, pero necesitaban ver cómo respondía al tratamiento. Esa noche me quedé con que mi hijo seguía vivo y di gracias al universo.
La dura realidad del hospital
Por fin pudimos ver a Luis, rodeado de batas blancas, cables y máquinas que pitaban constantemente. Un carro de parada cardiorrespiratoria estaba junto a él, aunque nunca quise saber si llegó a usarse. Su barriga se movía y respiraba y, por primera vez después de horas, yo respiré también.
Pasamos más de 20 días allí. Yo dormía en el estrecho espacio que quedaba en de su cama, con luces y ruidos sin cesar, vigilando sus movimientos.
Me olvidé de que yo también había pasado por una cirugía mayor y un postparto, y ese descuido me llevó a una infección renal por la que me tuvieron que hospitalizar en otra ala de ese hospital, dejando a mi marido solo con Luis. Me invadía la culpa por no estar a su lado.
Tras la UCI, Luis pasó unos días en planta con diagnóstico y tratamiento. Su enfermedad tiene nombre y, aunque no se cura, la medicina cuenta con medicamentos para manejarla. Me duele pensar que en otras comunidades autónomas esta enfermedad se detecta con una simple gota de sangre en los primeros días de vida, mientras nosotros tuvimos que vivir un diagnóstico tardío que casi nos cuesta la vida.
Una enfermera de la UCI nos dijo algo que aún me persigue: “Si no hubieseis venido esa mañana, por la tarde os lo hubierais encontrado muerto en la cuna”.
Una vida no exenta de hospitales
Luis sufrió arritmias graves y una hipertrofia cardíaca que tardó más de un año en superar. También nos advirtieron de las posibles secuelas neurológicas y durante un tiempo vivimos con la incertidumbre de cómo crecería. Hoy en día, todas las pruebas neurológicas han salido bien. Corre y habla sin parar, pero podía no haber sido así debido al estado tan malo en el que llegó a estar.
No ha vuelto a la UCI, pero su enfermedad es grave. Con esfuerzo, mi marido y yo aprendemos a manejarla, acudiendo frecuentemente al hospital para consultas y urgencias. No es fácil, pero al menos conozco su preciosa risa. Y, por ello, sigo pidiendo con toda mi fuerza: cribado neonatal ya.
Publicación: